Hacía un par de semanas que O. engañaba a su amada L. Conoció una mujer de ensueño a la que le había recogido un pañuelo en un café del centro, el agradecimiento de sus ojos acompañado con una hermosísima sonrisa y un ligero rubor; conjuraron sobre O. un hechizo de amor puro, platónico. Lo que O. no sabía, es que L. se había dado cuenta desde la primera noche, pues sintió un perfume muy único en su pareja, un aroma que solamente otro ser humano puede producir, tan único como el suyo propio. Además, lo confirmó una semana después, al seguirlo en el auto desde lejos, y mirarlo recibiendo a la hechicera con un beso y un abrazo.

Planeaba su venganza desde entonces, y por su mente pasaban miles de ideas, descartandose y compaginandose entre sí, creando rutas y posibilidades para luego destruirlas y continuar el puente hacia un nuevo rumbo de eventos probables. Nunca se impacientó, y luego de una semana entera de pensar y mirar a O. a los ojos, resolvió lo que haría.

Una noche como cualquiera, llegó O. a casa, agotado y hambriento. L. tan hacendosa como solo una pareja puede serlo, había preparado una cena exquisita, que apuró a servir tan pronto como escuchó las llaves de O. bailando en la cerradura. El plan empezaba sin percances, la comida y la bebida desaparecieron en menos de cinco minutos, y con ella, el somnifero que la mujer, muy cuidadosamente, había mezclado hasta volverlo invisible. O. empezó a sentir un fuerte agotamiento, seguido de un ligero mareo. L. le sugirió dormir mientras ella arreglaba la mesa, y O. tan juicioso como era acepto sin chistar. Fue a su cuarto, pero se desplomó sobre la cama sin darle tiempo a quitarse la ropa.

recuperó el conocimiento a través de un pichazo espantoso de dolor que pasaba de su estómago hacia la ingle. Su reacción natural fue incorporarse, pero al intentarlo el dolor se multiplicó mucho más de lo que él podría haber imaginado. Emitió un grito agudo, como el que hacen los cerdos al chillar, y de inmediato volvió a la posición inicial. Antes de abrir los ojos nuevamente, empezó a sentir como el espantoso dolor irradiaba su cuerpo, el centro de todo eran sus testiculos; en ellos sentía una violenta y extraña presión, que probablemente era lo que lo hacía sentirse sofocado y sin aire. Luego, el dolor pasaba hacia su ingle como un punzón, y en el estomago se convertía en un estremecedor cólico, que provocaba fuertes retortijones y lo hacían sentir a punto vomitar. Levantó la cabeza lentamente y con cuidado, y sus ojos, que se clavaron en su entrepierna, empezaron a abrirse junto con su boca, dibujando en el rostro de O. una expresión de terror, dolor, impotencia y miedo.

Mientras O. dormía, L. había tenido tiempo de lavar y secar los enseres, había fumado un cigarrillo en el balcón, y con toda la paciencia del universo, había caminado al cuarto principal en el que desnudó a su esposo. Sacó del cajón de la mesa de noche una pinza para castrar corderos, con su respectiva banda elástica, se posiciono frente al flácido miembro de su amado, y esbozó una pícara sonrisa de venganza, que por mucho no lograba transmitir la cantidad de sentimientos de la mujer. No fue difícil colocar los testículos de O. dentro de la banda, pues eran solamente unos pequeños huevecillos, lo que antes de la pinza había sido una ventaja, pues esas bolitas eran extremadamente sensibles, pero inalcanzables para casi ningún golpe, por su tamaño, las piernas las protegían constantemente.

De eso, habían pasado ya un par de horas. Los huevecillos de O. parecían ahora pelotas de tenis, cuatro veces más grandes, y coloreadas por aureo barniz violeta que la sangre estancada les proporcionaba. Entre ellas y la base del pene, reposaba firmemente el elastico responsable de tal atrocidad, ahorcando violentamente los conductos que conectan los testículos con la próstata y la vejiga, cortando su flujo sanguíneo, y amenazando la futura hombría de O.

El hombre, al ver sus gigantes bolas moradas, quiso llorar como un indefenso niño pequeño que busca a su mami, no entendía lo que ocurría, y tampoco llegó nunca a imaginar que tal cantidad de dolor fuera posible en esta vida. Con mucho esfuerzo y aun más gruñidos, poco a poco se levantó de la cama. Al estar de pie, las enormes bolas se estiraron hacia el suelo bajo la fuerza de gravedad, lo que hizo que O. tuviera que agarrarse de la cabecera de la cama para no caer al piso, presa del aplastante dolor. Sabía que debía ir al hospital, o al menos a la cocina, para agarrar algún objeto que pudiera servirle para cortar la despreciable banda elástica, sin embargo, cada paso que daba hacía que su cuerpo temblara y sus dientes rechinaran. La voluntad del macho lo mantenía de pie.

Luego de haber recorrido un par de metros, escuchó unos pasos ligeros que se acercaban al cuarto desde la sala. Observó que tras la pared, se asomó la cara curiosa de su mujer, quien para su sorpresa, esbozó una monstruosa sonrisa de placer al ver el par de grandes gónadas rebosantes de plasma estancado. -Awwww, eso se ve doloroso, pero ahora si que tienes los huevos grandes y bien puestos, que te sirvan para decir la verdad- dijo la mujer en tono sarcástico antes de soltar una diabólica risotada. -¡Ayudame! ¡Por favor ayudame!, lamento todo lo que he hecho, y puedo pagarte cuanto quieras, ¡Por favor ayudame!, haré lo que me pidas-, suplicó gritando O. con la desesperación que solo un hombre puede sentir al ver amenazada su hombría.

-No debería, ¿Sabes?, has tirado a la basura tantos años de vida en pareja, y todo por culpa de ese par de huevos que te cuelgan de las piernas, debería dejar que la castración termine satisfactoriamente, a ver para qué usas el pene cuando ya hayas perdido las ganas de tenerlo.-, la voz de L. llegó a los oídos de O. con un tono frio, firme e imponente, -Quizá te veas mejor con una vagina entre las piernas, aunque podrías ser tan perra como para dejártela meter de todos tus amigos- continúo L. antes de soltar otra carcajada.

-Por favor L. te lo suplico, ¡Por favor!, no me hagas esto.-, contestó O. desesperado, -Mira el sufrimiento en el que me has metido, siento que estoy a punto de vomitarme, me tiemblan las piernas y me falta el aire, juro que no volveré a hacer nada malo, juro que…-, -¡Está bien!-, lo interrumpió L. -Dejame ver más de cerca para saber que hacer-, y diciendo esto se arrodilló frente a las gigantes bolas que opacaban el diminuto pene de su pareja. -Está bien inflamado, no sé si tenga arreglo ahora-, afirmó mirando a su marido, sacandole la lengua y con un tono picaro. -Dejame intentar esto-, y tomó suavemente el flácido pene con los dedos pulgar e índice. Comenzó entonces a subir y bajar el prepucio, y acercó su lengua hasta tocar el glande de un lado a otro, como sabía que a O. le encantaba.

En poco tiempo el pene de O. empezó a ponerse duro como una piedra, el problema, es que por reacción natural, los testiculos intentaron recogerse, y al no tener espacio, se aplastaban contra el elástico. El dolor que esto le provocó a O. fue tanto que soltó un alarido, -¡Para! ¡Para! ¡¿Te has vuelto loca?! ¡¿Qué estás haciendo?!-, entonces movió sus manos para alejar a L. pero al agarrar la cabeza y el antebrazo de la mujer, sintió un agudo dolor, más espantoso que el que hubiera podido sentir hasta el momento. -Suéltame o te las estallo-, le dijo L. agarrando firmemente cada testículo con ambas manos. O. subió rápidamente sus brazos colocándolos en el aire, como quien se rinde y da por perdida la batalla. Intentaba hablar, pero el dolor era tanto que el poco oxigeno y la tensión de sus músculos no le permitían proferir palabra alguna. Entonces, para la dicha de L. el hombre empezó a llorar desconsolado. Aunque sus ojos se cerraron, las lagrimas corrían sobre sus cachetes y descendían sobre su trémulo cuerpo.

-No llores O.-, dijo L. mofándose de su marido. -Sabes que te lo mereces, pero pronto todo acabará-, y diciendo esto, la mujer se incorporó. Colocó sus brazos sobre los hombros de su esposo, dandole un tierno abrazo, y empapandose de las saladas lágrimas que no paraban de brotar. -Todo estará bien, calmate y respira profundo-. Se hizo un silencio total en la habitación, L. se separó unos centímetros para observar a O. Las miradas se cruzaron; una alegre, divertida y llena de satisfacción, y otra asustada, nerviosa, indefensa y agobiada. -Todo está bien-, continuó L. -Así es como las cosas deben ser-. Entonces, sin dejar de mirarlo, recordando el sufrimiento que él le había causado, y expresando toda su ira, L. subió precipitadamente su rodilla, cuyo fuerte hueso aplastó los gigantes huevos de O. contra su pelvis. Este abrió la boca y los ojos de manera exorbitante, creando una mueca de sufrimiento, justo antes de desvanecerse en el suelo, desmayado y con el cuerpo en shock.

La ambulancia llegó luego de 15 minutos, L. los llamó, tomó sus cosas y se fue del país con el tiquete que previamente había comprado. Para cuando O. despertó en el hospital, sus dos testiculos habían tenido que ser removidos, pues se encontraban en tan mal estado que no existía solución alguna para la ciencia actual. Aunque le colocaron unas protesis (Pues algo tenía que llenar el vacío), la lascividad de O. se fue al piso, ni los medicamentos, sesiones de terapia psicológica e incluso algunas visitas a medicos brujos, lograron hacer que su pene se erectara nuevamente. L. había destruido sus genitales, y finalmente había acabado con su hombría.

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